Poemas tan universales como imperecederos
Por Franco Ruiz
Se cumplieron ya diez años de “Patio de Juana” (2006), la obra maestra del poeta juninense Darío Lobato, cuyo tópico central, tan universal como el recuerdo de la propia niñez -en este caso los primeros años de su madre en la casa familiar-. La infancia, se sabe, es la patria del poeta.
El escenario es el patio, ese espacio lúdico, anclado en la memoria selectiva, individual, pero también colectiva, ya que la potencia del libro radica, justamente, en la identificación que siente el lector con la infancia, reconstruida desde un lente subjetivo y melancólico, pero que, como se dijo, no deja de interpelar a un imaginario social.
El proyecto compartido surge, entonces, como una marca generacional. “Todavía quedan patios con solapa de chapas y rombos negros que alargan los corredores”, punza Lobato en uno de los epígrafes del libro.
Y ya en el “corredor” (la obra está segmentada en capítulos), estampa versos inquietantes: “Nadie sabe por qué el gato roza el zócalo”. O este otro: “Nadie sabe que el pájaro murió esperando a la hembra”.
En el “entrepatio”, el aroma a tierra mojada después de la lluvia trae consigo verdades simples y profundas: “Lo más hondo se dibuja descalzo/ con palabras de patio/ y un trazo de Juana/ que no explica el lápiz”.
En el “patio), las remembranzas calan hondo: “El pedazo de cielo caído/ angosta la calle/ del charco/ y es del beso la esquina”.
Y un verso cortante, con fuerza de cross, impacta en el lector: “No hay una sola palabra que herede la humedad”.
En “Juana”, detalla la edad de su madre y el color de sus ojos: “Juana tenía los ojos del patio verde/ y una trenza de cinco años/ que le recogía/ el cabello negro”.
“Todas las mañanas escondía sus pasos/ en los escarpines tejidos/ y juntaba las hojas caídas/ creyendo que eran poemas”.
Es un libro de una ternura que subyuga. “Solo a mi se me ocurre/ acaso es un mimo mirarla”.
“Esa risa/ ese breve territorio que se extiende/ para siempre”.
El escenario es el patio, ese espacio lúdico, anclado en la memoria selectiva, individual, pero también colectiva, ya que la potencia del libro radica, justamente, en la identificación que siente el lector con la infancia, reconstruida desde un lente subjetivo y melancólico, pero que, como se dijo, no deja de interpelar a un imaginario social.
El proyecto compartido surge, entonces, como una marca generacional. “Todavía quedan patios con solapa de chapas y rombos negros que alargan los corredores”, punza Lobato en uno de los epígrafes del libro.
Y ya en el “corredor” (la obra está segmentada en capítulos), estampa versos inquietantes: “Nadie sabe por qué el gato roza el zócalo”. O este otro: “Nadie sabe que el pájaro murió esperando a la hembra”.
En el “entrepatio”, el aroma a tierra mojada después de la lluvia trae consigo verdades simples y profundas: “Lo más hondo se dibuja descalzo/ con palabras de patio/ y un trazo de Juana/ que no explica el lápiz”.
En el “patio), las remembranzas calan hondo: “El pedazo de cielo caído/ angosta la calle/ del charco/ y es del beso la esquina”.
Y un verso cortante, con fuerza de cross, impacta en el lector: “No hay una sola palabra que herede la humedad”.
En “Juana”, detalla la edad de su madre y el color de sus ojos: “Juana tenía los ojos del patio verde/ y una trenza de cinco años/ que le recogía/ el cabello negro”.
“Todas las mañanas escondía sus pasos/ en los escarpines tejidos/ y juntaba las hojas caídas/ creyendo que eran poemas”.
Es un libro de una ternura que subyuga. “Solo a mi se me ocurre/ acaso es un mimo mirarla”.
“Esa risa/ ese breve territorio que se extiende/ para siempre”.
Comentarios
Publicar un comentario