"La jerarquía del punto", de Darío Lobato (2017)


El poeta que meditó con los dioses”


Por Franco Ruiz

Darío Lobato tiene un plan, y está dispuesto a llevarlo a cabo. Así, en “La jerarquía del punto”, su último libro de poemas publicado (iRojo Editores, 2017), el autor de “Patio de Juana” (2006) -acaso su obra cumbre, de aspiración universal- alcanza la maduración de un orfebre del lenguaje, que lleva el estilo hasta las últimas consecuencias.
Hace bien Andrea Fernández Schlam en definir esta obra como “un metatexto sobre la construcción del sentido poético”, con “múltiples posibles caminos de lectura”.
Dicho de otro modo, la pregunta lobateana podría ser cómo construir un proyecto de emancipación, sin limitar las libertades individuales.
Si el juninense es un poeta de por sí ambiguo, inasible, esquivo, “La Jerarquía...” viene a confirmar ese talante, con una escritura aún más desafiante, y con la confianza en el propio talento.
Desde el primer verso, “La libertad equipara las condiciones...”, el autor se muestra tan jactancioso como inquietante. Y parece resumir -con Lobato nunca se puede estar demasiado seguro- una teoría social, que brega, sin embargo, por no subsumir al sujeto en la estructura.
Dicho de otro modo, la pregunta lobateana podría ser cómo construir un proyecto de emancipación, sin limitar las libertades individuales.
Lobato no deja de ser un poeta del siglo XX -por más que sus textos sean actuales-. Y, en consecuencia, más allá del trámite simbolista, con intersticios surrealistas, el telón de fondo de su poesía siempre contempla un proyecto colectivo.
“Cuando hay dos miradas/ en un punto/ la pródiga y la que irrita/ las dos contribuyen y se exaltan/ al ver que las llamas no son tan altas/ ni queman las pestañas/ las dos buscan los matices/ en los contrarios”.
Y de lo social, que nunca es explícito, pero siempre merodea la obra, enseguida irrumpe la belleza y la experiencia del goce (o del dolor) individual: “Toda flor que intima con la luz/ le pide una mirada/ el brillo fosfórico del numen/ qué importa si después/ el poema desciende/ hasta el punto más sombrío/ y reivindica al inexpugnable/ espino”.

“Tuvo que conjugar dos veces/ el verbo morder/ primera consecuencia/ de la manzana.” Oscura, intranquilizadora, la poesía de Lobato subyuga al lector. “Y otra vez/ contra el muro primitivo de los dones/ y seducido/ por las medias de seda negra/ debió conjugar dos veces/ el verbo pecar”.
Como un elogio del detalle, Lobato posa el lente macro sobre aspectos tan cotidianos como desapercibidos, y con un puñado de acordes sencillos, que resuenan a pampa, se arroja, como él mismo asume, a “la turba del poema”.
Es un poemario inspirado, con versos cortantes, que desestabilizan, como “La voz por decir/ trazó un círculo/ en el abismo del pocillo...”; o éste otro: “El vaso de agua/ volteado con el propósito/ de heredar un río...”; o “(...) El abrigo en la espalda/ y la mesa/ desierta”; o “(...) La noche es un poema/ inalcanzable”; o “La fiebre partió los verbos/ en la misma boca...”.
La jerarquía del punto hace alusión a lo diminuto, a lo que queda después del amor. La jerarquía es de la poesía, infinita, de Lobato.

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