"El ruiseñor, el amor y la muerte", Indio Solari

BLACK STAR






“La tecnología se controla a sí misma; en computación, por ejemplo, se testea con computación. La tecnología ha creado un ámbito que rechaza al hombre.” (Indio Solari: “Los psicópatas serán los hombres del siglo XXI”, Cerdos & Peces, diciembre de 1986, pp. 14-16).

“Nunca conoces realmente a una persona hasta que no has llevado sus zapatos y has caminado con ellos”. (Harper Lee, en “Matar a un ruiseñor”, novela publicada en 1960).

“Canta como el pájaro en la rama.” (Georg. W. F. Hegel, en “Estética, sistema de las artes”)


“El movimiento hippie supuso un giro contra la sociedad tecnofascista y robotizada hacia la que el país comenzaba a avanzar en los años 50 y 60. La cosa se estropeó cuando la gente se puso a desfasar con drogas tipo LSD porque entonces empezó una pesadilla de ciencia ficción generalizada.” (Robert Crumb. Nota y selección de Juan Ragno, Ácido, N 7, marzo de 1999, Junín).

Por Franco Ruiz


Es la contracultura lo que define la obra solariana. Y lo hace tan certeramente que en su último disco, “El Ruiseñor, el amor y la muerte” -quinto álbum solista del ex Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota- la personificación del ruiseñor viene a dar cuenta de un carácter escondidizo y solitario, pero más importante aún, de la potencia de un canto nocturno que adquiere relevancia frente al silencio de los otros.

En “Pinturas de guerra”, el tema que abre el disco, las percusiones maquinales y la artillería de las guitarras construyen un escenario bélico, casi pospunk -como señaló Oscar Jalil, “las balas pican cerca”-, mientras la voz acuña: “Cuando ya abandone mi nombre a merced de miserables, Ay!/ Tal será mi vergüenza que enviaré mi fantasma a librarme de ellos". Los diálogos siderales de las guitarras y los sintetizadores en el “intermezzo” instrumental rememoran a Magazine. Y un verso cortante sentencia: “Si la adversidad triunfa/ dolerá porque fui feliz”.

Las pinturas de guerra son las canciones imperecederas -las de ahora y las de antes, se entiende-, que se rebelan al gusto cristalizado y a los influjos del poder.
Es que, como los personajes de los comix de Robert Crumb, Solari siente “el asco de la gran ciudad” y se propone “ver más allá”, en el sentido de lo hipster -la voz proviene del slang afroamericano, Hippi: tener los ojos muy abiertos, captar las cosas antes que los demás (Leland: 2005, en “Las ideas del rock”, de Sergio Pujol)-.

De hecho, en 1986, en una entrevista publicada en la revista Cerdos & Peces, Solari sostiene: “La gente termina brindando obediencia a la información que el modelo sistémico le ofrece”. Y define a Oktubre como una forma de “alinearse en cualquier otra dinámica que escape de la cultura posmodernista”, a la cual le infiere un sesgo conformista.

El sampleo de una voz de mujer repite “me aproximo, me aproximo...”, así arranca “La oscuridad”, una bomba de relojería after, con un ritmo punzante, baterías macizas y guitarras asfixiantes y hercúleas, una canción de puro linaje platense, con versos profundos y poéticos: “Truena un cielo/ sin luz”; “La oscuridad cubre toda la ciudad/ vos fuiste la derrota que mi alma no soportó”; “Ya están aquí, los vi/ fantasmas de juventud/ vienen para despedirse de mí”.

Con “El callejón de los milagros” llega el primer desmarque, una fiesta alucinada y tabernera, con clima de jerga, risotadas, palmas, coros, disparos onomatopéyicos (bang, bang, bang) y la consecución de una épica desangelada. En esta línea, el Indio suelta un verso inquietante: “La Muerte que te mira/ hace visera”.

En “El ruiseñor, el amor y la muerte” recupera su estirpe temprana de baladista, la voz destejida, los pianos y las atmósferas sutiles; Solari es un transeúnte sin identidad.

La crudeza de “Stranger Danger”, escrita en clave hard rock, recupera el movimiento y la fuga hacia adelante del género, con algo de road movie, de espíritu outlaw, y es un punto alto del álbum, en la senda de grupos casi olvidados como Tin Machine, y en la cual el carácter muchas veces profético del arte (fue compuesta antes del último crack económico) se hace presente y funciona como una fina lectura de la realidad política: “Ladrón en todo el globo, ese sos vos/ predicador itinerante, estás aquí!/ te recibimos con honores de virrey!”.

“El martillo de las brujas” recupera el carácter épico de himnos ricoteros como “Banderas en tu corazón”, y junto a “El tío Alberto” (homenaje a Albert Hoffman, el padre del LSD) aportan luz, vigor y juventud a un álbum atravesado por el buen humor, con referencias obligadas a “Gualicho”.

En “Canción para un terrorista bonito” se pregunta: “Hay lugares del mundo/ quizá, en que un joven muera de vejez?”. En “La pequeña Bamba” Solari se acerca a las crónicas sentimentales y descarnadas de Manuel Moretti y expresa: “La cama siempre deshecha de amor”.

Y llega la lóbrega “La moda no es vanguardia”, una cabalgata mid-tempo sobre acústicas y arpegios sombríos de eléctricas. “La muerte, esa tonta/ me vino a buscar ayer/ vestida de negro se vino/ a llevar mi piel”, narra Solari, con reminiscencias cold wave.

“Panasonic y el mundo a sus pies” recupera el rock bribón de los primeros Redondos, con personajes orilleros y violas altisonantes. “Con el único pulmón que le quedó/ luego de un par de luces/ Panasonic en su pecho le embocó”, relata el Indio, cuya letrística, entre corrosiva y entrañable, inauguró temáticas vedadas con el ingreso de figuras que hasta ese entonces eran consideradas bajas o marginales.

Cierra el disco “El que la seca, la llena”, con un arranque que recuerda a “Owner of a lonely heart” (Yes) y cierta intención bailable, que deja, sin embargo, una frase sustanciosa, con dejos de existencialismo: “A casi nadie contenta su vida hoy/ miedo y deseos”.

En palabras del crítico alemán Diedrich Diederichsen, autor del ensayo capital titulado “Fines del verano contracultural” (“Personas en loop”, Intrerzona, 2005), “la contracultura fue desde el principio un concepto intracapitalista, que a pesar de esto podía producir ocasionalmente efectos anticapitalistas”. En este sentido, la afirmación adorniana de que no hay “vida auténtica en lo falso” (ni alegría en el capitalismo) interpela la obra de Solari, la pone contra las cuerdas en contadas ocasiones. Ricardo Cohen (Rocambole) lo explica con palabras justas: “La Cofradía de la Flor Solar fue un proyecto para el amor, Los Redondos, no”.

Recapitulando, a poco de arribar a sus siete décadas, Solari recupera –como lo ha hecho siempre- no la parte idílica del sueño contracultural, sino, antes bien, su lado oscuro, a sabiendas, como afirma Crumb, que “uno se encuentra rodeado de mierda, lucha contra ella para no convertirse en una mierda más pero, al final, te sientes enganchado a ella y no puedes separarte”.





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