“Los que duermen en el polvo”, de Horacio Convertini


Carne para cerdos

Por Franco Ruiz

“Quiero saber lo que sentís por mí -le dije una vez, poco antes de que la epidemia estallara-. No lo que sentiste alguna vez ni lo que represento en tu vida por acumulación. Lo que sentís
ahora mismo, ya, en este momento.”

En “Los que duermen en el polvo” (2017, Alfaguara), su autor, Horacio Convertini, narra con oficio -oraciones cortas, descripciones cortantes y una prosa ágil, que se desliza- la distopía de una Buenos Aires asediada por los “bichos”, pestilencia compuesta de zombies cuasi antropófagos, donde hay crímenes y misterios por develar, en una mixtura que oscila entre el policial negro y el relato fantástico, pero que rehuye al relato detectivesco. De hecho, el telón de fondo de la novela -que a fin de cuentas ilumina el centro- es la propia demolición del personaje (Jorge) y los recuerdos de Érica, su mujer desaparecida. 

Como sostuvo el escritor en la presentación del libro en Junín, una de las claves de la trama es que “los que están afuera son monstruos, pero lo más importante es el monstruo interior; Jorge es mucho más monstruoso que los otros”.

Y en el medio aparece la construcción de un personaje complejo, el “Lele” Figueroa, cuyos devaneos, tan impulsivos como entrañables, funcionan a veces como contrafigura o némesis de Jorge. Es que si la vida de Jorge aparece adosada a cierta latencia, a cierta posición de espectador (los periodistas relatan lo que ven y escuchan), el Lele es, fundamentalmente, un pragmático, un hombre de acción y un paranoico que se cocina en su propia salsa.

“Los que duermen en el polvo”, fragmento extraído del Apocalipsis bíblico, son los bichos, pero también el pasado sentimental, devenido en lodo, que martiriza al protagonista. “La película del pasado es peor que este presente inmóvil”, suelta Jorge.

En una ciudadela tapiada, que funciona como barrera sanitaria contra la epidemia, el sexo funciona como una suerte de escapismo a las hostilidades del cotidiano y la inmundicia, mientras que el peor de los virus, el miedo, subsume a la sociedad en un control tan férreo como asfixiante (hay toques de queda y una doctrina del shock que permite las peores calamidades), plagado de bajezas y traiciones.

Asediado por los bichos, ya sobre el final, hay una revelación tan íntima como trascendental: vivir con temor es muy parecido a estar muerto. Y como también la novela puede ser leída bajo una lente política, al igual que en “La Peste”, de Camus, enfrentarse a la epidemia equivaldrá a franquear las fronteras que nos separan del mundo de los otros y luchar contra la iniquidad, pues siempre existirá la posibilidad de que un día la peste “despierte a sus ratas y las mande a morir en una ciudad dichosa”.

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